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per amore del mondo Numero 1 - 2003

Filosofe

 Memoria, inmortalidad e historia en Hannah Arendt

No someterse a lo pasado ni a lo futuro.

Se trata de ser enteramente presente

Karl Jaspers

 

 

 

En 1977 Judith N. Shklar[1] afirmaba la posibilidad de considerar a Arendt como una “historiadora monumental”, entendiendo “historia monumental” en el sentido que Nietzsche otorgara a esta expresión al distinguir en la II Intempestiva[2] entre historia monumental, anticuaria y crítica. Deseo partir de esta afirmación como vía para reconsiderar la concepción arendtiana de la historia, en especial, su crítica al moderno concepto de historia. Al mismo tiempo abordaré la tesis de la necesidad de repensar el pasado, no para dar rienda suelta a ilusiones acerca de un futuro distante, sino para pavimentar y comprender el presente.

 

Arendt es una autora que, en los últimos años me ha interesado, no sólo por su independencia de pensamiento, sino también porque está dispuesta a pensar incluso en contra de sus propias lealtades. De hecho, a mi entender, lo interesante de sus textos no son sólo sus diagnósticos tan elogiados en los últimos tiempos, sino también la manera en que trata de fundamentarlos con una estrategia conceptual dirigida básicamente a criticar la articulación política que las sociedades occidentales contemporáneas se han dado. Arendt cuestiona, por así decirlo, “la gramática de fondo del discurso político contemporáneo”.[3] Por ello, nada tiene de sorprendente el hecho de que cuando escriba acerca de los acontecimientos históricos, de su presente o del pasado, lo haga fijando la atención en los dos polos extremos que comprenden la modernidad:[4] el totalitarismo del siglo XX y el fenómeno de las revoluciones modernas.

 

En Los orígenes del totalitarismo mostraba que la esencia de los regímenes totalitarios era la completa anulación de lo político que caracterizaba en términos de  fenómeno sin precedentes. En cambio,  en su libro consagrado, unos años después, a las revoluciones del siglo XVIII, presentaba la revolución como fruto de un intento de constitutio libertatis (la constitución de un espacio para la libertad pública). En Sobre la revolución se entiende la revolución justamente como apertura y momento fulgurante de lo político; como momento en que, ya en la Edad Moderna, volvió a ser posible la acción y por tanto como momento de interrupción del devenir histórico al ser posible la introducción de lo nuevo, inédito, de lo sin precedentes e inesperado en el curso del acontecer humano.

 

Es así que tanto los hechos del totalitarismo como los acontecimientos revolucionarios los entiende como “Situaciones, hazañas o acontecimientos singulares que interrumpen el movimiento circular de la vida cotidiana en el mismo sentido que la βίος de los mortales interrumpe el movimiento circular de la vida biológica” y añade, en un artículo de los años 50: “El tema de la historia son esas interrupciones: en otras palabras, lo extraordinario”.[5]

 

 

1.- Inmortalidad, objetividad e imparcialidad

 

¿Qué indica la afirmación de Judith N. Shklar, según la cual Arendt era una “historiadora monumental”? En la II Intempestiva, Nietzsche afirma que la historia monumental pertenece al ser vivo en tanto es activo y se esfuerza y, por ello, necesita modelos, maestros. Esta forma de historia, al estar dirigida a los actores políticos, es comparable a la del héroe que, sumido en un gran combate, necesita ejemplos de nobleza humana. O lo que es lo mismo, quien quiera volver a crear algo grande, quien quiera precisamente “hacer historia”, necesita mirar hacia atrás, pues sólo el que sabe ver la grandeza de un momento pasado puede producir algo de categoría similar en el presente.[6] En la historia monumental el pasado se entiende como una suerte de depósito de conocimiento acumulado en beneficio del presente. De ahí que la ocupación con lo clásico e infrecuente de tiempos pretéritos, la consideración monumental del pasado, más que sepultar el ahora bajo el enorme peso de lo ya sido, puede servir al presente. Con ello, parece estar sugiriéndose que, si bien no podemos evitar entrar en el futuro, alcanzamos a decidir si lo hacemos de espaldas o a grandes zancadas.

 

Arendt admiraba estas posibilidades vivificadoras de la historia monumental, pero se las arregló para evitar algunos de los errores -ya advertidos por el propio Nietzsche- de los que este tipo de historia adolece. Uno de ellos es el de magnificar los efectos a expensas de las causas; el peligro es que, en esta concepción, la historia quede convertida en una sucesión de efectos en sí, una sucesión de hechos dignos de imitación, archipiélagos aislados y adornados, de modo que las conexiones causales acaben por resultar disueltas. Y este tipo de error parece tener que ver con el hecho de que la historia monumental, al desear simplemente incitar a la acción, ha desconfiado del papel de la razón en la política y del pensamiento especulativo en general.

 

Quizás algo de esto explique la polémica que tuvo lugar, entre Eric Voegelin y Arendt, a raíz de la publicación en 1951 de Los orígenes del totalitarismo y que dé también alguna razón de la peculiar historia de las revoluciones modernas que encontramos en un libro como Sobre la revolución (1963)

 

En opinión de autores como Eric Voegelin (1953),[7] en Los orígenes del totalitarismo no se llevaba a cabo un análisis científico y objetivo de lo acontecido, sino que se enhebraban simplemente una serie de asociaciones metafísicas;[8] de modo que recomiendan a su autora que se acerque al fenómeno sine ira et studio. Arendt escribe al respecto: “El primer problema era como escribir históricamente acerca de algo -el totalitarismo- que yo no quería conservar sino, al contrario, que me sentía comprometida a destruir. Mi forma de solucionar el problema ha dado lugar al reproche”.[9] Estas palabras, dirigidas a Voegelin, expresan la convicción de que toda aproximación historiográfica significa siempre y necesariamente salvación y, a menudo, una suprema justificación de lo ocurrido. De hecho, sabemos que las ciencias históricas modernas no pueden dar cuenta de lo inédito, puesto que la narración histórica presupone siempre una continuidad de fondo, justificada por la voluntad del historiador de preservar la materia de la que se ocupa y de legarla a las generaciones futuras. Pero las palabras de Arendt apuntan también hacia su compromiso por comprender los acontecimientos centrales de su época, acontecimientos, que, además, han destruido las bases mismas de nuestra capacidad de comprensión. De ahí que entienda que el terror totalitario debe analizarse desde su carácter “sin precedentes” y lejos de la tendencia, demasiado fácil, de los historiadores a trazar analogías.[10]

 

Describir, como le pide, por ejemplo, Voegelin, los campos de exterminio con objetividad significa a su entender, condonarlos, y tal condonación no desaparece por el mero hecho de que posteriormente, junto a la descripción objetiva, añadamos una condena. Escribir sin la cólera sería eliminar del fenómeno una parte de su naturaleza, una de sus cualidades inherentes. Frente al totalitarismo, la indignación o la emoción no oscurecen nada antes bien son una parte integrante de la cosa. Así, pues, la ausencia de emoción no se halla en el origen de la comprensión, puesto que lo que se opone a “emocional” no es en modo alguno lo “racional” -sea cual fuere el sentido que demos a este término-, sino, en todo caso, se oponen a emocional la insensibilidad, que a menudo es un fenómeno patológico, o el sentimentalismo, que es una perversión del sentimiento.

 

Podemos considerar, pues, que, cuando Arendt escribe sobre los acontecimientos históricos lo hace “monumentalmente”, esto es, no como aquellos historiadores o filósofos cuyo propósito último es establecer la continuidad de la historia, sino para, al revelar la acción, “despertar a los muertos”-como pretendía Walter Benjamin. Pero para poder hacer esta afirmación, es necesario no olvidar, en primer lugar, lo ya sugerido: Arendt está convencida que el hilo de la tradición se ha roto de modo irreversible; esto es, que aquello que, durante siglos, indicaba dónde estaban los tesoros y cuál era su valor y que había permitido que el pasado se transmitiera de una generación otra ha saltado por los aires y ha quedado hecho añicos. Y, en segundo lugar, hay que recordar también que su idea de comprensión nada tiene que ver con un mero intento de ofrecer soluciones ni con alguna suerte de exhortación a actuar en el presente.

 

Ya en un artículo de 1953, “Comprensión y política”,[11] Arendt definía la comprensión como un complicado proceso que, a diferencia de la correcta información y del conocimiento científico, jamás produce “resultados inequívocos”. Afirmaba: “Se trata de una actividad interminable mediante la cual… llegamos a reconciliarnos con la realidad….” Así, por ejemplo, si -como hace ella- tomamos el surgimiento de gobiernos totalitarios como el acontecimiento central de nuestro mundo, entonces comprender el totalitarismo no es ni perdonar (en el sentido, de “comprenderlo todo es perdonarlo todo”) ni luchar  contra algo, sino reconciliarnos con un mundo donde cosas como éstas son posibles. Nos reconciliamos con lo que hacemos y padecemos, con nuestras perplejidades. Comprender sería, pues, la  forma específicamente humana que cada uno de nosotros  tiene de estar vivo; de este modo, el único resultado de la comprensión sería el sentido.

 

Es como si, consciente de que el fin de la tradición señalaba, a un tiempo, la dificultad de conservar y la de innovar, no deseara que se perdiera al mismo tiempo el pasado. Pues la pérdida de éste supone una realidad  opaca: un mundo sin pasado ni futuro (un mundo natural, no humano). Por ello, en el contexto del pensamiento arendtiano, el deseo  de comprender significa la voluntad expresa de añadir algo propio al mundo, de crear sentido, de reconocer el presente como algo propio. Ahora bien, insiste, sólo podemos comprender o reconciliarnos con el mundo cuando “se han silenciado la indignación y la ira, que nos obligan a la acción” y, entonces, somos capaces de recordar, de repetir mediante el relato. Y con este repetir de la narración establecemos el significado de la acción. Por utilizar sus propias palabras: “el significado de un acto sólo se revela cuando la acción en sí ha concluido y se ha convertido en historia susceptible de narración”. De este modo, en su obra, la historia monumental nos enseña simplemente a elogiar y a condenar, a detectar los momentos de libertad política y los de abyección. La mirada de Arendt hacia la historia estaba dirigida, de hecho, a tratar de promover una reflexión sobre la naturaleza y las posibilidades intrínsecas de la acción, lo cual no es en absoluto lo mismo que inspirar políticas concretas o dirigir conductas.

 

El primer problema que se plantea es ¿cómo hacer una apuesta por un tipo de historia que nos enseña a elogiar y a condenar (y que tiene gran afinidad con el canto de los poetas épicos)? Esto es, ¿cómo concederle credibilidad ante lo que podemos denominar la historia crítica, objetiva? Arendt sabe que la historia monumental de modo inquietante e inevitable no puede si no convivir y al mismo tiempo pecar contra la historia crítica, contra la concepción moderna de la historia que, en la medida que se pretende científica, entiende que debe abstenerse de alabar o denostar y a la vez que debe adoptar una actitud de perfecto distanciamiento con respecto a lo ya sido. Pues, para esta concepción, la objetividad significa no-interferencia y también no-discriminación.

 

En un artículo de 1957, al hilo de su afirmación de que nada distingue con mayor nitidez los conceptos antiguo y moderno de historia es la moderna noción de proceso, escribía que “para nuestra moderna manera de pensar nada es significativo en sí mismo y por sí mismo, ni la historia ni la naturaleza tomadas como un todo ni tampoco los sucesos particulares en el orden físico o los acontecimientos históricos específicos… todo lo tangible, todas las entidades individuales visibles para nosotros han quedado sumergidas en los procesos invisibles, y degradadas a funciones de un proceso global…  El concepto de proceso implica la separación de lo concreto y lo general, de la cosa, o evento particular, y el significado universal…”.[12] El proceso que, por sí mismo, convierte en significativo cuanto abarca, habría adquirido, de este modo, un monopolio de universalidad y significado Ahí radicaría la diferencia entre el concepto moderno y antiguo de historia. Tanto la historiografía griega como la romana, por mucho que difirieran entre sí, daban por sentado que el significado o que la lección de cada acontecimiento, acción o suceso se revela en sí misma y por sí misma. Todo lo hecho u ocurrido contiene y revela su cuota de significado “general” dentro de los límites de su forma individual, y no necesita de un proceso de desarrollo o de sumergimiento para ser significativo.

 

Lo que Arendt afirma de la historia antigua es aplicable a ella misma. Al igual que los historiadores romanos no está interesada en el proceso per se, y, a pesar, de que no ignora las “causas” y los “contextos”, éstos no constituyen su principal preocupación. Para ella “causalidad y contexto son contemplados bajo la luz que proporciona el propio acontecimiento y que ilumina un segmento específico de los asuntos humanos.[13] Así, pues,  no sólo el verdadero significado de todo acontecimiento trasciende siempre cualquier número de “causas” pasadas que le podamos asignar (basta pensar en la grotesca disparidad entre “causa” y “efecto” en un evento como la Primera Guerra Mundial), sino que el propio pasado emerge conjuntamente con el acontecimiento. Sólo cuando ha ocurrido algo irrevocable podemos intentar trazar su historia retrospectivamente. El acontecimiento ilumina su propio pasado y jamás puede ser deducido de él.

 

Así, frente a la exigencia de objetividad por parte de la historia crítica, lo que conviene a Arendt es la imparcialidad, que como hemos visto no puede equivaler a indiferencia. Imparcialidad que Arendt encuentra en Homero, cuando decidió cantar la gesta de los troyanos a la vez que de los aqueos y proclamar la gloria de Héctor tanto como la grandeza de Aquiles; aquella imparcialidad homérica de la que se hizo eco Herodoto y también Tucídides. Los griegos aprendieron a comprender, no a comprenderse como individuos, sino a mirar el mismo mundo desde la posición del otro, ver lo mismo bajo aspectos muy distintos y, a menudo, opuestos. Este tipo de imparcialidad es también lo que Arendt persigue en su lectura de la kantiana Critica del juicio y en los escritos donde Kant pone el énfasis en el entusiasmo de los espectadores, de quienes, sin participar en la Revolución francesa, la aplaudieron.

 

A diferencia de lo que ocurre con el pensamiento especulativo, en el caso del juicio, el espectador no está solo, ya que a pesar de no hallarse implicado en el acto, siempre lo está con sus co-espectadores. La imparcialidad derivada del juicio (reflexionante) está vinculada al hecho de que éste debe hacerse cargo de acontecimientos siempre singulares y contingentes sin la ayuda de un universal dado. Se trata de un juzgar sin criterios preestablecidos, que tiene mucho más que ver con la capacidad para diferenciar que con la de ordenar o subsumir y, por tanto, en este contexto, los juicios no tienen nunca un carácter concluyente, jamás obligan al asentimiento por medio de una conclusión lógicamente irrefutable.

 

Al juzgar recorremos a la imaginación con el fin de colocarnos “en el lugar del otro”, se trata de pensar con mentalidad extensa.[14] Por utilizar los términos de Arendt, la imaginación “se entrena para ir de visita”. Lo cual no presupone algún tipo de extensa empatía, mediante la cual pudiéramos ponernos en la mente de todos los demás, ni un dejarse hechizar pasivamente por la mente de los otros, sino el compromiso de pensar por sí mismo (Selbstdenken). Quien piensa con mentalidad extensa, decía el propio Kant, debe apartarse de las condiciones privadas subjetivas del juicio y reflexionar sobre su propio juicio desde un punto de vista universal (que no puede determinar más que poniéndose en el punto de vista de los demás) Este modo de pensar nos ofrece una cierta imparcialdad, pero -como indicaba antes- no nos dice “cómo actuar” ni siquiera cómo aplicar el saber logrado por su mediación a la vida política. Afirma Arendt: «Kant nos dice cómo tener en cuenta a los otros; pero no nos dice cómo asociarnos con ellos para actuar”[15]

 

 

2.- Memoria de la fundación

 

A la luz de lo dicho hasta ahora cabe también pensar que la peculiar reconstrucción de la historia de las revoluciones modernas que Arendt lleva a cabo en 1963 tiene algo que ver con su interés por la perspectiva que ofrece la historia monumental. De hecho, Sobre la revolución[16] es uno de los libros que ha generado y genera mayor incomodidad entre los intérpretes de Arendt. Una incomodidad que deriva de motivos de muy diverso orden, entre los que cabe mencionar, en primer lugar, el hecho de que -tal como ella misma reconocía en una carta a Jaspers[17]– sus muy poco ortodoxas interpretaciones habían llevado a historiadores y a científicos sociales como E. J. Hobsbawm o R. Nisbet[18] a criticar duramente las carencias de su reconstrucción histórica de las revoluciones modernas. Además, a poco que atendamos al texto, descubrimos que en él afloran buena parte de las aporías de la concepción arendtiana de la acción, de modo que el libro de 1963 se convierte en observatorio privilegiado para ver cómo práctica, por así decirlo, la historia monumental y para considerar hasta dónde es iluminadora o productiva la pretensión medular de Arendt de distinguir lo social de lo político. De modo que no resulta extraño que, por ejemplo, J. Habermas[19] en 1966 enfatizara, quizás exageradamente, que en la estructura de la obra actuaba una distinción, totalmente ideológica, entre una revolución “buena”, la americana de 1776, y una “mala”, la francesa de 1789, lo cual convertiría el pensamiento arendtiano en poco apto para dar cuenta de o para orientar las transformaciones políticas y sociales necesarias.  Pero, paradójicamente y a pesar de la reseña de Habermas, Sobre la revolución fue muy leído por los estudiantes interesados en teoría política a mediados y fines de la década de 1960. Como recuerda la biógrafa de Arendt,[20] en Berkeley esta obra, junto con el Hombre rebelde de Albert Camus, eran de lectura obligada en un momento en que “la revolución se había convertido en uno de los fenómenos más corrientes de la vida política de casi todos los países y continentes”[21].

 

Así, escribe en 1961: «La historia de las revoluciones -desde el verano de 1776 en Filadelfia y el de 1789 en París al otoño de 1956 en Budapest-, que políticamente explica con detalle la historia secreta de la Edad Moderna, podría ser contada, en forma de parábola, como la leyenda de un viejo tesoro que, en las más diversas circunstancias, aparece súbita e inesperadamente y desaparece de nuevo, en condiciones misteriosas diversas, como si se tratara de una fatamorgana»[22]

 

Arendt, parece considerar que, en la medida en que en nuestros días tenemos una larga historia de la actividad revolucionaria, acaso una suerte de tradición puede ser construida a partir de ella. Sin duda es una tradición de fracasos, Incluso su único éxito, la fundación americana, posteriormente se manifestó infiel a su espíritu original. Arendt, sugiere que una memorable serie de fracasos es mejor que ningún recuerdo. La historia monumental salva lo que puede ser elogiado y cultiva lo que todavía tenemos a mano para poder nutrirnos en tiempos de sequía; si en el pasado nuestros predecesores actuaron bien, esto puede animar a la generación actual a hacerlo. Se trata, pues, de un servicio a la realidad que no es condescendiente con las ilusiones acerca de un futuro lejano, pero que nos reconcilia con un pasado vivo y nos enseña a concentrarnos en el mejor presente concebible.

 

Veamos, aunque sea muy someramente, el tratamiento arendtiano de las revoluciones del XVIII.

La palabra revolución, en su sentido literal, significa un movimiento recurrente, cíclico, un retorno;[23] en sus orígenes, como término astronómico, alcanzó una importancia creciente en el  ámbito de las ciencias naturales, gracias a la obra de Copérnico Sobre las revoluciones de los orbes celestes. En este contexto designaba el movimiento rotatorio de los cuerpos celestes, regido por leyes ajenas a cualquier influencia del poder humano, algo que concedía a las revoluciones un carácter de irresistibilidad. Por decirlo con palabras de Octavio Paz:  «Revolución es una palabra que contiene la idea de tiempo cíclico y, en consecuencia, la de regularidad y repetición de los cambios. Pero la acepción moderna no designa la vuelta eterna, el movimiento circular de los mundos y de los astros, sino el cambio brusco y definitivo, el tiempo cíclico se rompe y un nuevo tiempo comienza, rectilíneo… un haz de significaciones nuevas: preeminencia del futuro, creencia en el progreso continuo y en la perfectibilidad de la especie, racionalismo, descrédito de la tradición y la autoridad, humanismo.»[24]

Así, pues, inicialmente en la primera modernidad a la palabra revolución le eran extrañas dos características que, en el vocabulario heredado del siglo XIX, aparecen asociadas a ella: la novedad y la violencia.Arendt enfatizará la característica de la novedad, en tanto vinculada a la acción y a la libertad.

 

Desde el siglo XVIII, la idea central de revolución apuntaba a la instauración de la libertad, o lo que es lo mismo, a la fundación de un cuerpo político que garantizase el espacio en el que la libertad pudiera manifestarse, aparecer. De este modo, el fenómeno de la revolución moderna no es asimilable, para Arendt, a un mero cambio de gobierno, a una insurrección o a la guerra civil, a pesar de la incapacidad de los revolucionarios para teorizar sus propias acciones en términos de novedad. En su libro, Arendt parece celebrar la revolución como una manifestación de la capacidad casi milagrosa de los seres humanos de iniciar, de hacer aparecer lo inédito, de hacer saltar por los aires el continuum histórico. El acento está, pues, en el establecimiento de un nuevo origen, en el inicio, en la fundación, en la introducción de algo nuevo en el mundo. Ahora bien,  el surgimiento de un espacio público entre los individuos que actúan no es suficiente para caracterizar el momento revolucionario. El carácter espontáneo de su surgimiento es también la razón por la cual este espacio público puede desaparecer tan rápidamente como ha aparecido. No basta con que la libertad aparezca, debe seguir haciéndolo en el futuro. Es necesaria una cierta institucionalización, una cierta durabilidad. La revolución es fundación, cuidado de lo durable, preocupación por el futuro. El objeto del espíritu revolucionario es perpetuarse a sí mismo a través de fundar un gobierno en que  la participación política sea continua y normal. Como escribía Paul Ricoeur, Arendt nos presenta “unos seres mortales capaces de pensar la eternidad, pero aunque no gozan de inmortalidad alguna, son seres que pueden procurarse en un proyecto político la única  cuota de inmortalidad a su alcance “[25].

 

Sólo en una ocasión a lo largo de los más de 200 años de esfuerzo, el espíritu revolucionario ha tenido éxito en el acto de la fundación y fue en América. La revolución francesa se desvió de su propósito original, la búsqueda de la libertad, y lo perdió todo. La miseria de las masas supuso, en la interpretación de Arendt, una desviación de la revolución política hacia la cuestión social. En Francia el sufrimiento del pueblo irrumpió en la escena revolucionaria, con lo que el despotismo de la naturaleza, de la necesidad, apareció en escena con su fuerza para destruir y con su incapacidad para generar poder, para dar lugar a un espacio plural. Así, la violencia nació en el momento en que los “necesitados” fueron confundidos con una necesidad histórica ineluctable, a la que la virtud revolucionaria debía sacrificarlo todo. De modo que, los revolucionarios franceses, por espíritu de compasión,[26] permitieron que el espacio público fuera invadido por preocupaciones, privadas, domésticas y administrativas, por asuntos de administración y no de persuasión. El objetivo de la revolución dejó de ser la libertad para convertirse en la abundancia. La necesidad invadió el campo político, único ámbito en que los seres humanos pueden ser libres. A diferencia de Francia, donde la indigencia absoluta era moneda corriente, en las trece colonias británicas reinaba una prosperidad relativa (a excepción de los esclavos negros) que permitió la generación de instituciones políticas duraderas. Ahora bien, la degeneración del espíritu revolucionario se manifiestó también en el hecho de que la revolución americana no tuvo herederos, cayó en el olvido; América dejó de simbolizar el país de la libertad para convertirse casi exclusivamente en la tierra prometida de los pobres. En la década de 1960 Arendt afirmó que, la felicidad pública había sido substituida por la felicidad privada, es decir, que la prosperidad y la sociedad de masas amenazaban en Estados Unidos todo el  ámbito político; y escribió con dureza acerca de la vida política norteamericana, donde la preocupación por el bienestar, habiéndose situado en el centro, habría eliminado el elemento de participación directa. En su opinión, el olvido del espíritu revolucionario de los Padres Fundadores, ha posibilitado el apoyo norteamericano a los regímenes más reaccionarios y la apología de la libre empresa en lugar de la de la libertad. De ahí la virulencia de los escritos arendtianos sobre los Papeles del Pentágono o su discurso del bicentenario. En cambio, la revolución francesa sí tuvo herederos: se convirtió en modelo para todas las revoluciones posteriores.[27]

 

Para Arendt pensar sobre el espíritu revolucionario significa considerar de nuevo la libertad. La libertad revolucionaria se ha manifiestado en las organizaciones espontáneas del pueblo, tales como las sociedades revolucionarias en 1789, los soviets en Rusia en 1917, los Räte en Alemania y los consejos húngaros en 1956. Todos ellos fueron derrotados por los revolucionarios profesionales que jamás son fundadores. Pero en una ocasión se dió una fundación real y recordarla y alabarla es la tarea de la historia monumental, tal como la entendía Arendt.  Y, aunque la idea de una fundación se asemeja a un mito político, en sí misma no es una fantasía.

 

Ya para acabar, creo que puede resultar sorprendente esta preocupación simultánea por la tradición y por la revolución, pero, de hecho, el nexo entre tradición y revolución o la apuesta por la historia monumental son formas de prolongar la tarea que originalmente se planteó la filosofía: convertir lo familiar en no familiar, despertar del espíritu de letargia de los lugares comunes.[28] La filosofía tiene algo que ver con nuestra capacidad de maravillarnos y con nuestra necesidad de pensar nuestro mejor presente concebible. Acaso tal sea la razón por la que Arendt gusta citar las palabras de Jaspers que encabezan estas páginas.

[1]              SHKLAR, Judith, “Rethinking Past”, Social Research 44, 1977, pp. 80-90 (actualmente en SHKLAR, Judith, Political Thought &Political Thinkers,  The University of  Chicago Press, Chicago 1998).

[2]              NIETZSCHE, F  riedrich, Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, Biblioteca Nueva, Madrid 1999.

[3]              WELLMER, Albrecht, “Hannah Arendt y la revolución” en VILA, Dana R. (Ed), Hannah Arendt. El legado de una mirada, Madrid, sequitur 2001 (se trata de la traducción del monográfico aparecido en Revue Internationale de Philosophie 2, nº 208, 1999), p. 87.

[4]              ENEGRÉN, André, “Revolución y fundación” en HILB, Claudia (comp.), El resplandor de lo público. En torno a Hannah Arendt,  Nueva Sociedad, 1994, Venezuela, p. 53.

[5]              “El concepto de historia: antiguo y moderno” en Entre pasado y futuro, Península, Barcelona 1996, p. 50.

[6]              GÓMEZ RAMOS, Antonio, Reivindicación del centauro. Actualidad de la filosofía de la historia, Akal, Madrid 2003, p. 28.

[7]              The Review of Politics, enero 1953 (trad. cast. “Hannah Arendt, Eric Voegelin. Debate sobre los orígenes del totalitarismo”, Claves de razón práctica, 124, p. 4-11).

[8]              Isaiah Berlin repetía esta misma idea en las conversaciones que mantuvo con Ramin Jahanbegloo a finales de los años 80 (Conversations with Isaiah Berlin, Londres, Orion Books, 1993, p. 82): “I think she produces no evidence of serious philosophical or historical thought. It is all a stream of metaphysical free association. She moves from one sentence to another, without logical connection, without either rational or imaginative links between them”.

[9]              “Hannah Arendt, Eric Voegelin. Debate sobre los orígenes del totalitarismo”, p. 9.

[10]            ARENDT, Hannah, “Social Science Tecniques and the Study of Concentration Camps”, Jewish Social Studies, 12/1, 1950; EU p.243

[11]            En ARENDT, Hannah De la historia a la acción, Paidós, Barcelona  1995

[12]            “Historia e inmortalidad” en  ARENDT, Hannah De la historia a la acción, Paidós, Barcelona  1995, p. 47.

[13]            Ibid, p. 48

[14]            Crítica del juicio § 40.

[15]            Conferencias sobre Kant, Sessión 13 y “sobre la imaginación”.

[16]            Arendt, Hannah, On Revolution, Nueva York, The Viking Press, 1963. (Cito por la edición cast de Alianza, Madrid 1988)

[17]            Carta del 14 de abril de Arendt a Karl Jaspers en Hannah Arendt Karl Jaspers Briefwechsel 1926-1969 (Kohler, L. & Saner, H. eds.), Munich,  Piper GMBH& Co., KG, 1985, carta nº 324.

[18]            Hobsbawm, E. J., Reseña de Hannah Arendt, On Revolution, en History and Theory, IV, nº 2, 1965, pp. 252-258; Nisbet, R., “Hannah Arendt and the American Revolution” en Social Research, XLIV, nº 1, 1977, pp. 63-79.

[19]            Habermas, Jürgen, “La historia de las dos revoluciones” (1966) en Perfiles filosófico-políticos, Madrid, Taurus, 1975, pp. 200 y ss.

[20]            Young-Bruehl, Elisabeth, Hannah Arendt, València, Alfons El Magnànim, p. 513.

[21]            Arendt, Hannah, Op. cit., p. 223.

[22]            Arendt, Hannah, “La brecha entre el pasado y el futuro” en Entre pasado y futuro, Barcelona, Península, 1996. Cito este texto según la traducción que figura en De la historia a la acción, Barcelona, Piados, 1995, p. 77.

[23]            Koselleck, Reinhart, Futuro pasado, Paidós, Barcelona 1993, p. 70 y ss.

[24]            Paz, Octavio, Corriente alterna, México, Siglo XXI, 1981, p. 151.

[25]            Ricoeur, Paul, “De la filosofía a lo político. Trayectoria del pensamiento de Hannah Arendt”, Debats, Septiembre 1991.

[26]              De gran interés son los comentarios de Hannah Arendt acerca del carácter apolítico y destructor del espacio mundano de la compasión y el análisis que lleva a cabo de la figura de Billy Budd  de Melville y de la parábola del Gran Inquisidor de Dostoievski (Sobre la revolución, p. 82 y ss). Para el tratamiento de esta cuestión, véase ILLUMINATI, A., Esercizi politici, Roma, Manifestolibri 1994 y AMIEL, Anne, La non-philosophie de Hannah Arendt. Révolution et jugement, París, PUF, 2001.

[27]            Para Arendt la revolución rusa aprendió de la revolución francesa la necesidad de la historia y no la libertad de la acción.

[28]            vid. SHKLAR, Judith