La envidia de las mujeres: cómo intenderla y cómo sanarla
La envidia
Entramos, al hablar de la envidia, en uno de los asuntos más oscuros del alma. Probablemente sea uno de los sentires más temidos, porque te envuelve y te domina hasta tal punto que puedes perderte. Estamos ante un sentir con mucho poder de hacer daño, un sentir muy destructivo y violento. Es un sentir del alma oscurecida, alejada de la luz del amor. La persona que siente envidia no puede admitirlo ni como mal hacia quien la siente ni como mal de sí misma. Es generadora de una violencia que se vive de manera tan envolvente y sutil que queda oculta bajo capas de otras emociones y sentires que la sostienen.
Cuesta hablar de la envidia si no es como sustantivo. Hablaremos de ella como algo no deseable de sentir ni
de provocar, pero nos costará más decirle a alguien “eres una persona envidiosa” o “estás mostrando envidia hacia mí”. Si hablamos de la envidia desde ese lugar teórico y sustantivado lo captaremos desde nuestra mente racional y ahí tenemos todo tipo de explicaciones y justificaciones que nos mantendrán a salvo de conectar con nuestro sentir. A su vez estas explicaciones sustantivadas objetivan sus contenidos y se sitúan observando desde fuera, en aparente neutralidad, considerando el sentir como un impedimento que impide crear conocimiento.
Mi propuesta es otra: consiste en partir del sentir presente, el que se dé en el momento en que prestas atención, y desde ahí seguir el hilo que nos llevará al sentir de origen que desvelará lo que ahora aparece como confuso e inquietante, trayéndonos lo verdadero.
Quisiera en este texto poner la mirada enteramente en nosotras, en atrevernos a ser señoras de la vida, dueñas de nuestro presente y de nuestro sentir, capaces de asumirla responsabilidad que nos corresponda. Te propongo leer partiendo de ti misma, desde que naciste, desde que comenzaste a respirar cuando tu madre te dio a luz. Intenta conectar con tu interioridad y hacer el recorrido desde ahí.
A modo de introducción
Mujeres y hombres nacemos a un mundo ya significado que pondrá las condiciones a las que tendremos que adaptarnos para vivir nuestra propia vida.
Hoy sabemos por el sentir y el pensar de mujeres anteriores y coetáneas, que las mujeres, como humanidad sexuada en femenino, hemos sido relegadas a un lugar secundario por una estructura de organización humana patriarcal y androcéntrica, impuesta por la fuerza de la mentira desde un grupo de hombres violentos que se impuso sobre el resto de la humanidad masculina y femenina. A fuerza de siglos de esta situación se ha construido toda una estructura psíquica que nos puede hacer olvidar quiénes somos y caer en un desorden del sentir que nos llevará a no estar en contacto con nuestro sentir de origen, el que nos permite ser verdaderamente.
La vida es sentir, es un hecho, se está viva o no se está viva, no está sujeta a regulación, sí está sujeta a órdenes de la naturaleza y a ciclos que la definen. Vivirla significa experimentarla desde el sentir del cuerpo vivo, consciente.
Tu experiencia habitual es probable que haya sido el haber sentido que eres tratada según tu posición en una jerarquía de relaciones que te encuadran y te dificultan mucho el llegar a dialogar contigo misma, con tu propia alma, ese lugar que es solo tuyo, un lugar de soledad y silencio pero no un lugar solitario ni suelto. Es la soledad del diálogo con una misma y la conciencia de que formamos parte de algo más grande siendo a la vez una individualidad consciente.
Entrar en la propia experiencia de vida es un camino que se hace desde el sentir, un sentir verdadero, no una teoría narrada del sentir. Cuando se ha abandonado la lengua materna y hemos sido invadidas por el lenguaje entonces entra la narrativa de quiénes somos, de qué pensamos e incluso de qué sentimos. Pero no es ese el camino del que estoy hablando. El sentir del alma es un sentir del cuerpo vivo, de las vísceras, el sentir del alma encarnada en el cuerpo. Desde ese lugar que es tu alma encarnada, que es solamente tuya, es tu territorio y tu camino, no se puede mentir ni construir narrativas teóricas que no dicen del sentir verdadero.
Pese a todos estos siglos de patriarcado y de pensamiento androcéntrico, cada mujer es una posibilidad desde que nace y nunca esa violencia masculina ocupó toda la vida de una mujer ni a todas las mujeres.
Así que vamos a centrarnos en nuestra interioridad, vivida desde el propio sentir de la conciencia, vamos a atrevernos a reconocernos la autoridad para vivir la vida desde lo que la vida es, sentir propio.
El título nos permite dirigir la atención a: ¿Quién tiene envidia de las mujeres? Y ¿A quién o qué envidian las mujeres? Quiero centrar la atención en primer lugar en:
¿Quién tiene envidia de las mujeres?
La evidencia de la diferencia sexual que se da en la naturaleza ha sido significada desde la imposición de un modelo teórico y de pensamiento que ha situado a la diferencia sexual femenina en un lugar secundario al valor principal y protagonista, investido de poder, que se le ha dado a la diferencia sexual masculina. En este contexto de significado se han enmarcado las distintas teorías de conocimiento.
No olvidemos que si la diferencia sexual femenina no aparece nombrada explícitamente, señalada como productora de sentido propio y generadora de Mundo11 seguramente no está o está mirada desde la perspectiva masculina, planteada como neutra y genérica, que oculta la imposición de su visión como la válida para mujeres y hombres.
No es tanto que no hayamos sido nombradas y hayamos estado ocultas, sino que se nos ha nombrado de manera sesgada y bajo el prisma del pensar y el sentir masculino, y se nos ha dicho que somos inferiores y que tenemos que asumir nuestra posición “natural” de ocupar un lugar secundario al hombre en la creación de significados.
Dicho lo anterior hemos de preguntarnos si lo que tenemos como experiencia de envidia de las mujeres no estará bajo el prisma de lo que nos ha dicho la religión y la teoría del pensamiento que somos las mujeres. En relación a la psicología, que es lo que me atañe, es la teoría psicoanalítica, de gran influencia en el pensamiento médico y filosófico, la que habló de la envidia del pene y de su referente simbólico, el falo, en la primera mitad del siglo XX. De nuevo esta teoría incorpora una visión sesgada desde la mirada del hombre y apoyada en toda una práctica de observación e interpretación bajo esa mirada y en toda una historia previa de pensamiento filosófico y antropológico con igual sesgo.
La teoría psicoanalítica construye unas explicaciones sobre la constitución psíquica y sexual de mujeres y hombres que tuvo gran influencia en la manera de ver la diferencia sexual, reforzó la visión patriarcal y androcéntrica con un nuevo término, el falocentrismo.
Es la primacía del falo, se tiene pene o no se tiene pene, así se clasifica a los seres humanos desde esta presencia anatómica “visible” en el hombre y su ausencia en la mujer. La evidencia de la diferencia sexual reconocida en el cuerpo como significante, es reducida mediante la asignación de valor al pene como símbolo de poder.
Este criterio de valor superior asignado al nacer con pene será el modelo humano a desarrollar, ya que nacer con “ausencia” de pene, es decir, nacer niña, supone todo un proceso de negación del cuerpo de la niña como significante propio sobre el que asignar significados específicos.
En esta explicación del proceso de desarrollo psicosexual, niñas y niños vivirán unas experiencias afectivas y corporales que serán significadas desde el modelo teórico que las explica y entrarán en un desorden de sentido, ya que su sentir propio no es recogido por el significado ya construido previamente; así se creará una distancia, un vacío de sentido, en el que cabrá todo tipo de posibilidades, de desencuentros entre quien siento que soy y quien dicen que tengo que ser.
Es natural que aparezca un desorden del sentir en niñas y niños en relación a cómo encajar sus experiencias en cuerpos sexuados, ya que a ambos se les está imponiendo un significado impuesto desde una mirada falocéntrica. En los niños se centra en un órgano y pareciera que todo él es un pene y que todo su desarrollo tendrá que girar en torno a ese pene convertido en falo, que le obliga a ser un hombre continuamente en disposición de mostrar su superioridad. En las niñas niega su realidad corporal generadora de sentido y significado propio.
La niña tendrá que ir viviendo la experiencia de su cuerpo en una dificultad de encontrar escucha en femenino, y tendrá que ir guardando este sentir que no recibe acogida, para poder adaptarse a un entorno relacional que la reprime en su libertad de ser, y para buscar ser amada. Tendrá que guardar su dolor y su miedo, en ese silencio que se le ha impuesto, para no sucumbir a la violencia sexual masculina, en el propio hogar por sufrir incesto, o en los otros contextos donde se relaciona en los que también se ve expuesta a violencia sexual, por otros niños, por otros hombres y desde luego porque no es nombrada y significada en lo que verdaderamente es. Esta niña para sobrevivir tendrá que escindir su sentir propio, el que señala su alma encarnada, creando una manera de estar en el mundo, sobrevolándose a sí misma y adaptándose a lo que se espera de ella, que es ser una niña “buena”, una niña que guarda la violencia ejercida sobre ella, en su pequeño cuerpo, y que procurará adaptarse a la interpretación falocéntrica de lo que es ser niña y mujer. Interpretación que la obliga a mantener su sentir verdadero oculto bajo capas de protección que la mantienen como superviviente pero no viva.
En todo este desorden de explicación sobre la naturaleza humana sexuada, un aspecto importante que ahora nos atañe es la envidia del pene, que encaja perfectamente en la explicación, ya que, si nacer niña supone ser carente, no tener valor propio y tener que reprimir el propio desarrollo, nos lleva de manera natural a querer tener lo que es considerado valioso. Por eso en esta teoría sobre la feminidad, la maternidad está valorada en la medida que se ha tenido el pene y se tendrá un niño que ocupará la carencia de pene y dará el valor asignado a la mujer.
En esta explicación falocéntrica, la niña, a la que no se deja salida para madurar desde su especificidad femenina, se presenta como resentida con su madre porque no la ha dotado de pene, resentimiento que podría extenderse a otras mujeres y que augura una vida de difícil relación con mujeres, todas carentes de pene y envidiosas de poseerlo mediante la sexualidad con penes y deseosas de maternidad que las dará valor al haber sido poseedora de un pene y generadora de un niño. La mujer que no siga esta evolución será considerada fálica, es decir, en masculino, no será reconocida sana en su proceso de madurez sexual y al no poder ser reconocida en su especificidad femenina, será apartada de los valores de aceptación al no convertirse en la mujer que debía ser, quedándole la opción de mostrar su dolor mediante síntomas de su alma atrapada en este desorden simbólico o desplazarse hacia una identificación con los valores masculinos, que definitivamente la alejarán de sí misma confundiéndola hasta niveles muy profundos de su sentir de origen femenino.
Desde el punto de vista teórico y del pensamiento, cualquier mujer culta, universitaria, feminista, puede leer todo lo dicho como algo con lo que no está de acuerdo y que no afecta a su vida, sin embargo, una mirada a su interioridad y a su sentir verdadero la va a llevar a que todas estas teorías explicativas han calado en ella de alguna manera. Son teorías demasiado recientes y con poder de influencia en el ámbito del pensamiento como para que a las mujeres que vivimos hoy no nos afecten aún.
Cualquier explicación de la naturaleza humana que ignore la verdadera naturaleza humana, que es su realidad sexuada en masculino y femenino,22 va a llevar a un desorden en la posibilidad real de desarrollo de mujeres y de hombres. En este desorden de jerarquía de sexos, de valor, de posición en las relaciones, es natural que aparezca sufrimiento relacionado con el valor que tiene lo que yo siento y el valor asignado desde la imposición de los significados. Es decir, hay un desorden de sentido que nos va a crear desencuentros muy frecuentes y que irán quedando bloqueados al no poderse sentir lo que verdaderamente estoy experimentando.
Todo el encuadre anterior está para decir que la envidia del pene es una teoría patriarcal, androcéntrica y fálica. Teoría construida desde la psicología y la experiencia vital de quien la creó.
La explicación previa respondería a la pregunta ¿quién tiene envidia de los hombres? Aunque sin ser formulada, ya que fue una afirmación sin pregunta: “las mujeres tienen envidia de los hombres desde niñas al descubrir su superioridad por tener pene” y he tenido que referirme a ella porque el orden no viene nunca sin atender al desorden. Sin embargo, al ser una afirmación sin pregunta, no parece que acertaran ya que: Las mujeres, ni de niñas, ni de adultas tenemos envidia del pene.
Sin embargo, si respondemos a la pregunta del inicio ¿quién tiene envidia de las mujeres? sí podemos responder que hay hombres que tienen envidia de las mujeres.
Parece que cuando hay consciencia, por parte de los hombres, de la diferencia sexual femenina en cuanto a su diferencia anatómica (las mujeres tenemos cuerpos con órganos específicos para concebir en nuestro interior cuerpos, para crear vida en nuestro interior), sí es posible que haya envidia, porque es una realidad corporal exclusiva de las mujeres; ellos no tienen equivalente en sus cuerpos y, en el marco falocéntrico de significación teórica en el que se les dice que son superiores y que lo ocupan todo, esta “carencia” no es fácil de encajar. Ellos perciben con claridad, que esta capacidad femenina de crear vida en su interior y de darla a luz va más allá de ser solo la concepción de cuerpos. Han sentido desde su más tierna infancia la presencia poderosa de una mujer, su madre, que les ha dado además del cuerpo, la palabra, y han tenido experiencias con niñas y con mujeres, creadoras de conceptos de vida que los ha abarcado también a ellos, de modo que en esta contradicción de ser asignados como los poseedores del pene y del falo como fuente de valor y de poder, y la realidad vivencial y concreta de saber que las mujeres tienen un más, pueden entrar en un desorden del sentir que les lleve a envidiarlas.
Así pues, parece que las mujeres no tenemos envidia del pene, pero sí estamos afectadas por tanta violencia simbólica y muchas, muchas veces, real, negando nuestro sentir generador de sentido y significado. Una mujer que haya quedado atrapada en el desorden de esta explicación falocéntrica, vivirá en un desorden del sentir profundo, al que la consciencia no alcanza, y su vida se desarrollará en un nivel de adaptación a este entorno de significados. Se pueden dar dos posibilidades:
a) Una mujer puede caer en la asignación del valor asignado a las mujeres desde esta perspectiva, que es la de asumir, como un elemento de valor propio, su papel secundario al hombre, asumiendo que el valor simbólico del pene, el falo, es el que tiene sentido de valor, y que ella alcanza su madurez en la maternidad, que es donde logra el valor asignado a su sexo. Desde esta posición puede caer en un desorden de relación con su propio valor como mujer y entrar en resentimiento con otras mujeres, la primera su madre, ya que no tiene el referente femenino como valor primero sino como valor residual al haber nacido niña. Aquí puede haber una frustración y un dolor profundo si no se tiene pareja o si no se ha sido madre, porque se ha caído en la creencia de que el valor de una mujer está asignado en función de ser elegida por un hombre. Y este dolor puede ser vivido por la mujer como envidia de lo que otra mujer tiene que la permite tener hombre y ser madre. El logro sobre la otra mujer estará en tener una pareja o gustar a los hombres y en poder ser madre, que le dará valor sobre otras mujeres, la pondrá al nivel de su madre y alcanzará el valor asignado para ella en la cultura.
b) También puede una mujer caer en este desorden asumiendo que ella puede ser como un hombre y considerarse su igual, ella igual a él. Esta teoría también contaba con esta posibilidad y entonces la mujer era considerada fálica, no llegaba nunca a la madurez femenina. No tenía salida, o eres mujer y aceptas tu asignación de valor en la sexualidad vaginal y en la maternidad como sentido de tu vida o si no es que realmente no eres una mujer de verdad. Esta mujer que asume que es igual al hombre en realidad no resuelve el desorden anterior sino que se rebela contra esa imposición identificándose con el valor asignado al hombre. Es como si dijera: “vale, no tengo pene, pero como si lo tuviera, me asigno el valor del falo”. En apariencia, resuelve su dolor negando ella misma su especificidad femenina y la envidia hacia otras mujeres aparecerá aún más confusa, ya que cree que ha apartado de su consciencia el hecho de la diferencia sexual como portadora de significado propio, cuando lo que ha hecho es apartar de su consciencia el dolor de no ser valorada su diferencia sexual femenina.
De modo que la respuesta a la pregunta de ¿quién tiene envidia de las mujeres? puede ser también respondida desde los dos aspectos señalados. Las mujeres pueden tener envidia de otras mujeres. Pero, desde mi experiencia, esta envidia señalada por las mujeres hacia otras mujeres no responde verdaderamente a la envidia de las mujeres, sino que es consecuencia del desorden generado en las mujeres que habiéndose quedado atrapadas en esta asignación de valor secundario desarrollan lo que llamamos celos: la mujer entra en la vivencia del grupo de mujeres como competidoras y rivales por recibir la atención del hombre mirado como referente de valor, tanto para elegirla como para parecerse a él. La envidia aparece en una relación dual, previa a la aparición de los celos que se da en una relación de tres, y tiene su raíz en la primera relación dual humana, la que tenemos con la madre, y esto es así para mujeres y para hombres. En el origen de la vida afectiva de mujeres y de hombres está una mujer, la que con nuestro nacimiento se convierte en nuestra madre. Y así llegamos a la siguiente pregunta
¿Por qué las mujeres sienten envidia unas de otras?
En la respuesta a esta segunda pregunta es donde tenemos posibilidad de entrar en el desorden al que me he referido anteriormente, y donde, en mi experiencia, se puede acceder a considerar el sentir femenino que lleva a este mal del alma que hace mucho daño en la relación entre mujeres. Nos encontramos ante un gran mal y quizá por eso, por lo grandes que son sus efectos destructivos, se convierte, una vez más, en algo prohibido de nombrar con claridad. Nuevamente, como en el incesto, estamos ante la prohibición de nombrar esta violencia. La envidia se presenta en el sentir como un hecho vivencial que envuelve a quien la siente en un desorden de relación con una misma y en sus relaciones. No es accesible a ser cambiado por acción de la voluntad: quien siente envidia necesita hacer un recorrido de reconocimiento de esta violencia en su vida hasta llegar al origen donde se instaló y ahí poder mirar su alma herida, una herida que no ha podido recibir el amor que el saque de esa desolación que supone no sentirse amada y reconocida.
La envidia aparece en una relación dual: la mujer que envidia y la mujer envidiada. No es fácil de reconocer ni de nombrar, habitualmente será alguien externo a ese dúo de envidiosa-envidiada quien la nombre, y es más probable que sea a la mujer envidiada a quien se le pueda señalar. No es fácil hacerlo a la mujer envidiosa, ya que suele ocupar un lugar de poder en la relación y suele causar temor. No es fácil de nombrar porque existe una prohibición
de hacerlo. La mujer envidiosa es una mujer inteligente y capaz de envolver a la envidiada en una relación de dominio y manipulación que aparecen como interés y acompañamiento en su desarrollo. La relación se desarrollará dentro de este modelo de control que lleva la envidiosa, en el que aparecerán conductas de adulación y agradables que son las que permiten la realidad de la relación, que es el control y el dominio de la libertad de la envidiada; de esta manera, la envidiada no podrá desplegar su libertad de ser, que es lo que la envidiosa no puede tolerar. La mujer envidiosa proyecta en la envidiada su mundo interior no resuelto, pone fuera el mal que lleva dentro, puesto que ella no siente la libertad de ser ella misma y se siente valiosa pero no reconocida y, en su más oscuro interior, en realidad teme que cada vez que se manifieste en esa valía, ésta no será reconocida. No puede tolerar que ninguna otra mujer muestre su valor, el que ella cree que está a su altura. Esta envidia se manifestará cada vez que vea en la otra un más y entonces buscará su destrucción. Para mantener el equilibrio en su vida necesitará contextos relacionales que pueda dominar, que no activen su envidia. Se alimenta del mal, se ha perdido en él y no lo reconoce como dañino: justifica su conducta presentándose como víctima. Si mantiene una relación dual será conflictiva, si no entra en este equilibrio de dominar-dominada. La mujer que ocupa el lugar de envidiada tiene a su vez una historia propia de relación con su propio valor que aún no ha resuelto, por eso se mantiene, también tiene miedo a desplegar su libertad. La envidiada no podrá hacer que deje de envidiarla, cada acto en ese sentido acrecentaría la conducta de dominio y manipulación de la envidiosa. El mal enreda, quedarse a señalarlo envuelve y te atrapa en la seducción que transmite de deseo de bien. No existe ninguna posibilidad de dialogar con la envidia que no sea la de quien la siente en sí misma.
Aunque la vamos a reconocer en algún momento de nuestra vida ya adulta, o nos lo han dicho siendo niñas, la raíz o el origen de la envidia se produce en un desencuentro no resuelto en la primera relación dual de la vida, que es la relación con la madre. De modo que este puede ser un camino para reconocer la mujer envidiosa un bien previo a este mal que se ha impuesto en su alma y que la mantiene en la oscuridad de no poder ser. Asumir que desde el momento presente en el que esté puedo hacer un recorrido de sentir verdadero hasta el origen del mal que se ha impuesto en mí, no es una tarea fácil: está llena de lugares oscuros y dolor de alma y cuerpo, pero es el camino de la vida, ya que esta solo puede expresarse en el desplegar la propia libertad de ser.
¿Por qué remontarnos a nuestra primera infancia para decir algo sobre la persona envidiosa? Porque si no vamos a los orígenes, a la raíz en nuestro propio sentir, no podemos comprender ni resolver el sufrimiento al que nos veamos expuestas. Es en el nacimiento cuando aparece la propia individualidad, cuando comienza la relación dual como origen de nuestra vida afectiva, de nuestro sentir propio.
Acudimos al origen de nuestra vida de relación para responder al sentir de la mujer envidiosa porque es en este tiempo primero de la relación afectiva que se inicia con la madre, donde se va constituyendo nuestra individualidad, la delimitación de mi sentir propio. En este tiempo de vida la criatura está en una situación de necesidad permanente de atención a sus necesidades de seguridad y de ser calmada frente a sensaciones físicas y de relación afectiva que le pueden crear una angustia desde leve hasta insoportable. Si la frustración y el desencuentro es lo que prevalece, se irá instaurando la envidia como vivencia de que la otra no me da lo que tiene para calmarme y me quedo fijada en esa carencia de no tener lo bueno que tiene la otra, en el enfado porque no me lo da y en el deseo de poseerlo para mí, pues en la imaginación es lo que creo me aliviaría. Esta situación no permite que vaya delimitándome en mi sentir completo, en el que reconozco ansiedad y alivio, dolor y placer, y me quedo escindida, perdida en un desencuentro permanente con la otra y, por tanto, conmigo misma, pues es en el encuentro con la otra donde se va definiendo el encuentro conmigo misma. Si esta situación de desencuentro queda instalada, se irá repitiendo en las sucesivas relaciones duales y la envidia ocupará un lugar central en la vida de relación de esta mujer.
En mi experiencia, la mujer envidiosa expresa un dolor profundo con la madre porque no le dio lo que se merecía y expresa un vacío que vive como insalvable para reconocer lo que le dio o reconocer las condiciones que tenía para que no le diera lo que ella en ese momento necesitaba.
No se trata de no reconocer la experiencia de vida que haya tenido desde que nací. Se trata de no olvidarme de mí, de ser capaz de reconocer que mi madre hizo su tarea, traerme a este mundo y favorecer mi permanencia en él de la manera que supo. Se trata de ser capaz de aceptar que mi madre, una mujer, tenía su propia experiencia de vida, su propio sentir y un contexto relacional cuando se convirtió en mi madre que favorecía, o no, el desarrollo de esa relación de cuidado y de encuentro amoroso que yo, su hija, necesitaba. Fue desde su contexto de vida cuando yo nací desde donde pudo establecer la relación conmigo.
Este es un primer acto de reconciliación conmigo misma, porque de quien me siento alejada es de mí misma, y es en ese espacio de sentir propio donde se ha quedado instalado el dolor. Mi madre pudo no saber amarme lo suficiente para mi bienestar y pudo no saber protegerme cuando lo necesité, y proyectar en mí su dolor, su insatisfacción, su culpa, sus frustraciones; pero ese mal le corresponde a ella. A mí me corresponde encontrar su más, porque ahí me encuentro conmigo misma, ahí reconozco mi capacidad de vida, me encuentro con la fortaleza de aquella niña pequeña que supo encontrar el camino para traerme hasta aquí.
Si no llego a este primer acto de reconocimiento de autoridad femenina materna, no podré soltar verdaderamente el hilo que aún me mantiene vinculada a esa necesidad de madre, de que mi madre me ponga en el mundo reconociéndome como valiosa para ser yo misma y desarrollar mi propia individualidad. Si yo mujer adulta no soy capaz de reconocer que “mi madre” es otra mujer que se convirtió en mi madre al darme a luz y que cumplió su función materna porque estoy aquí, no podré reconocer autoridad femenina y, por tanto, no podré desarrollar mi propia vida.
La situación se puede ir complicando porque más adelante aparecerá una tercera persona, habitualmente el padre u otras personas que mantengan una relación afectiva con la madre, y pueden aparecer los celos. Si en la envidia hablamos de una relación dual, en los celos hablamos de una relación en la que están implicadas tres personas. Los celos están basados en la envidia, pero lo que se presenta como conflicto es el temor a perder el amor y la atención que me debe la persona con quien mantengo una relación afectiva privilegiada: mi madre, mi padre, mi pareja, mi amiga; también puedo tener celos de la atención y dedicación que esa persona tiene hacia su trabajo u otros intereses personales, pues siento que me quitan dedicación a mí. En el caso de los celos, que son más permisivos de sentir y de nombrar, la persona celosa, hombre o mujer, no tolera que en el dúo que forman con otra aparezca una tercera persona o interés de la pareja. La quiero en exclusiva para mí, pero en el fondo sigue existiendo esa sensación de no tener valor propio y por eso temo verme desplazada del amor y cuidado que recibo.
Nos encontramos como mujeres en un círculo relacional que hemos de aprender a resolver para encontrar la paz interior y la paz entre nosotras. Yo, nacida mujer, tengo una historia de relación con mi madre, nacida también mujer de otra mujer y así en nuestra genealogía femenina. Si no saco a “mi madre” de ese posesivo en el que le asigno toda responsabilidad por mis desdichas, no podré ser una mujer verdaderamente, porque no alcanzaré la madurez para hacerme cargo de mis propias experiencias y, si no llego a este punto, puedo convertirme en madre desde ese lugar no resuelto con mi propio sentir y con mi historia de relación materna, y así yo transmito ese desorden, viviéndolo siempre como hija, sin ser capaz de reconocer mi potencia materna, potencia que está en todas las mujeres y que va más allá de concebir una criatura. Cada mujer madre es responsable de su maternidad y cada mujer hija es responsable de su madurez como mujer: así nos encontramos mujer con mujer, el inicio de un camino muy distinto del perdernos en las jerarquías de parentesco y de desorden de las relaciones que se instauró con la violencia del patriarcado que dejó el orden amoroso de la vida en nuestro incosciente más profundo, sepultado bajo la fuerza y la manipulación de quien se quedó en el desorden generado por el mal.
Nacemos a un contexto de desorden y solamente conectando con nuestro sentir verdadero, de origen, podemos conectar con la potencia de la genealogía femenina que nos permitirá amar a nuestras criaturas en la maternidad y amarnos a nosotras mismas desde el reconocimiento de autoridad femenina que nos permite ser una mujer concreta eligiendo nuestra expresión creadora en el mundo. Resolver la envidia, creo que tiene que ver con el reconocimiento de autoridad femenina, el reconocimiento de ese más femenino de concepción de criaturas y de conceptos.
No es el camino del significado el que nos llevará a superar la envidia sino el camino del sentir.
Bibliografía:
Melanie Klein, “Envidia y gratitud”, en Obras completas, 3. Barcelona: Paidós, 1989.
María Zambrano, “La envidia mal sagrado”, en su El hombre y lo divino, México: Fondo de Cultura Económica, 1955.
Recepción del artículo: 15 de enero de 2020. Aceptación: 31 de enero de 2020.
Palabras clave: Envidia – Mal – Sentir verdadero – Psicología femenina.
Keywords: Envy – Evil –True Feeling – Female Psychology.