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Taglio del presente

El 11 de marzo de 2004 en Madrid

Recuerdo que la noche anterior me había acostado con la firme intención de adelantar mucho trabajo. Me acuerdo especialmente de este detalle porque no pude hacer nada de lo previsto, de pronto lo que antes había sido para mí una prioridad quedó desplazado por la violencia y el sinsentido.

Ese día no empezó como otros días, mi hermana me llamó muy pronto, bastante antes de las 9:00 de la mañana, para preguntarme si estaba bien. Inmediatamente puse la televisión para saber qué había pasado.

Mientras veía las noticias, atónita, el teléfono no paró de sonar, llamaron incluso desde fuera de España y pocas horas después de que hubiera pasado. En esas llamadas había una necesidad clara de escuchar una voz amiga, cálida, que pusiera el contrapunto a la barbarie.

Preguntaba y me preguntaban si estaba bien. Las conversaciones no duraban mucho, pero nos tranquilizaba, porque teníamos una evidente necesidad de establecer contacto con las personas a quienes estimábamos.

A la vez, no podía dejar de escuchar las noticias. Todas las cadenas de televisión dieron informativos durante todo el día, no hubo programas de otra cosa, y recuerdo que miraba las imágenes intentando establecer como un hecho real lo que hasta entonces era disparatado pensar que pudiera ocurrir.

Algo así tampoco había sido previsto por los servicios de emergencias de Madrid, era algo de verdad impensable. La colaboración ciudadana, la de muchas mujeres y muchos hombres corrientes, fue excepcional. Además, quienes trabajaban en los hospitales o en los servicios de emergencias y ese día libraban se acercaron a colaborar, y quienes trabajaban alargaron su jornada muchas horas más. Justo es decir que se volcaron.

Aquel día, sigo con la narración, no había casi nada abierto, no había nadie por la calle, las tiendas cerraron… Estar fuera de casa producía una sensación inenarrable, de soledad absoluta, porque la mayor parte de la gente se encontraba rodeada de sus seres queridos; era casi una necesidad.

 

El gobierno de Aznar, sin embargo, puso el punto negro a todo lo que estaba ocurriendo. Ante el miedo de perder las elecciones se empeñaban una y otra vez en decir que había sido ETA. Las comparecencias en televisión fueron muchas, demasiadas, y aquello provocó desconfianza, algo que se acrecentaba al mirar los periódicos digitales de otros países en internet. No había sido ETA, ¡cómo se atrevían a intentar manipular también esto! No podíamos entenderlo.

Las manifestaciones espontáneas fueron cada vez más frecuentes, hasta el día 13 de marzo que, a través de mensajes de móviles, hubo concentraciones en varias ciudades frente a las sedes del partido que estaba en el gobierno, el Partido Popular. Los rumores eran que la policía iba a cargar contra quienes se manifestaran y que iban a ilegalizar el plebiscito, pero aun así fueron miles de personas.

 

Al día siguiente tuvieron lugar las elecciones y, pese a los vergonzosos esfuerzos del candidato del PP y del ministro del Interior, el partido en el gobierno perdió. Pero no fue por el atentado, como se empeñan en decir una y otra vez, en mi opinión fue por su manera de gestionar la información que tenían, sin ningún respeto ni por la verdad ni por quienes habían fallecido o estaban heridos. Estábamos indignadas e indignados.

Durante todo ese tiempo no dejó de llamarme la atención que hubiera tan pocas personas en la calle, que en los transportes públicos fuera fácil ver a personas —de ambos sexos y de diferentes edades— a quienes se les caía las lágrimas al leer la prensa, las constantes muestras espontáneas de afecto llevando flores a los lugares de los atentados, la mayor amabilidad… Lo humano había terminado desplazando a tanta violencia.

 

Es más, la apatía desapareció para dar paso a un enorme interés en que las cosas cambiaran, o mejor, al convencimiento de que las cosas tenían que cambiar, y aún hoy es posible escuchar encendidos debates en torno a cuestiones que nos atañen y las soluciones posibles, discusiones que habían desaparecido totalmente de nuestras vidas porque teníamos asumido que no estaban en nuestras manos.

Las respuestas fueron muchas, tantas como habitantes, y quizá solo una cosa tienen en común: todo el mundo tuvo tiempo para escuchar su corazón. Por ejemplo, el mismo día del atentado, en la fundación Entredós no anularon un encuentro de mujeres que se reúnen a compartir sus poemas, los leyeron de corazón, y al mismo tiempo, unos metros más allá, hubo gente que se concentró de forma espontánea, libre y de corazón, para mostrar su repulsa por los asesinatos.

Por lo demás, he de reconocer que nunca olvidaré esos días, unos días que han marcado un antes y un después en esta ciudad, que han mostrado que en una gran urbe viven seres humanos capaces de ayudar a gente que no conocen de nada, de emocionarse con personas desconocidas y de hacer sitio a lo que en demasiadas ocasiones queda desplazado.