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Presente Remoto

Las mujeres del Mediterráneo: inventoras de prácticas de relación (siglos XIII-XV)

Dido y Eneas: entre el amor y el imperio

 

Hay un mito fecundísimo en la historia de los pueblos del Mediterráneo, un mito cuyas variadas versiones han servido, a lo largo de los siglos, para expresar la presencia o la ausencia de autoridad femenina en la política,[1] en el amor y en la gestión del propio cuerpo, y que muestra a una mujer como inventora de prácticas de relación: es el mito de Dido y Eneas.[2]

Elisa/Dido era una princesa fenicia, hija del rey de Tiro,[3] que, huyendo de la avaricia de su hermano Pigmalión –el cual había matado al rico Siqueo, su marido- llegó a las costas del norte de África, fundó la ciudad de Cartago y la gobernó con sabiduría, entablando relaciones con los países vecinos hasta llevarla a la prosperidad. Un príncipe local insistió entonces en casarse con ella y, al ser rechazado repetidamente, amenazó con la guerra. Dido, cumplida su misión política, decidió morir lanzándose a la hoguera encendida con el pretexto de honrar la memoria del marido y quedar así libre de la fidelidad que ella había decidido rendir a su memoria.

Esta historia de grandeza femenina fue convertida por el poeta romano Virgilio –que escribía al servicio de las ambiciones imperiales de Augusto-, en un episodio decisivo –y banal, si lo lee una mujer- del itinerario de Eneas hacia su destino de fundador de Roma. Eneas, huyendo de Troya, es llevado por una tempestad a las costas de Cartago. Dido le acoge y hospeda con liberalidad, se enamora de él, lucha contra sus sentimientos y, finalmente, cede a su pasión, olvidando sus responsabilidades como reina y fundadora; luego, es abandonada por Eneas, que no pierde de vista su destino político. Dido, desesperada y presa de furor amoroso, se suicida.

La historia de Dido es varios siglos anterior a la de Eneas, lo cual hace su encuentro imposible, pero Virgilio tuvo el talento de tocar en su Eneida un nudo de la luz en las relaciones de los sexos en los pueblos del Mediterráneo desde el Imperio romano: la expulsión del amor de la política de los hombres. La Dido reina inventora de relaciones con culturas africanas y con otras gentes, relaciones que hicieran prosperar a su pueblo de otro origen, perderá fuerza y protagonismo, en especial en las etapas imperialistas de la historia mediterránea. De manera que de la necesidad humana primera de inventar prácticas de relación que hagan prosperar una civilización, se harán entonces depositarias sobre todo las mujeres comunes, siendo, en consecuencia, inevitablemente menor en distancia –aunque grande en sustancia- el alcance de sus prácticas civilizadoras y de intercambio: en la tradición de Elisa/Dido.

Por eso, no es casualidad que, en la segunda mitad del siglo XII –es decir, cuando se gestaban en Europa los cambios políticos que contribuirían al esplendor del Mediterráneo de los últimos siglos medievales-, se escribiera en Europa –en la Francia de Enrique II- el Roman d’Eneas (h. 1155-1160):[4] una novela que propone un nuevo modelo de masculinidad, profundamente imperialista, en el que las mujeres –Dido entre ellas- resultan para el héroe todavía más peligrosas que en Virgilio.[5] A pesar de que –o tal vez por ello- Enrique II había obtenido gran parte de su dominio de una gran mujer del siglo XII, Leonor de Aquitania, con la que se casó. En realidad, las sucesivas remodelaciones del mito de Dido en su versión virgiliana señalan momentos de conflicto en las relaciones de los sexos en las respectivas comunidades mediterráneas, pudiendo el conflicto ser testimonio de libertad y de grandeza histórica de las mujeres y de lo femenino, libertad y grandeza que chocan, en esas ocasiones, con las ambiciones imperialistas de algunos o muchos de sus coetáneos.

Pues se observa en el mundo mediterráneo medieval, en particular desde el siglo XIV, la existencia de dos modalidades distintas de vivir y entender la libertad y la grandeza humanas. Una fue la grandeza fundada en la libertad individual, una libertad experimentada en solitario y defendida por el derecho. La otra fue la libertad relacional, que Lia Cigarini ha llamado, en nuestro tiempo, la libertad femenina:[6] una libertad, esta, vivida a dos, nacida del vínculo y sostenida en la apertura a lo otro que el cuerpo femenino señala, aunque sin determinar nada.

Si se mira la historia de las mujeres de los pueblos mediterráneos tomando como medida de grandeza la libertad individual, apenas se encuentran protagonistas femeninas, aunque algunas las haya siempre: ellas no fueron califas ni papas, no declararon cruzadas ni guerras santas, no capitanearon barcos ni abrieron rutas nuevas al comercio en países lejanos, no establecieron ni aplastaron imperios… Si se toma, en cambio, como medida de grandeza la libertad relacional, entonces la historia se puebla de prácticas civilizadoras femeninas, se puebla de mujeres ocupadas en la invención de estrategias para la vida y de palabras creadoras de sentido y posibilidad de intercambio y convivencia con lo otro. Como sugieren, en realidad, Dido y Eneas: Eneas actúa orientado por su destino de héroe solitario pionero fundador de Roma; Dido, en cambio, aunque fundadora también ella de una gran unidad política, se configura abierta y sensible a los vínculos que crea y orienta el amor.

 

El honor y la vergüenza

 

La importancia del discurso del honor en las sociedades mediterráneas deriva de estas dos formas distintas de estar en el mundo mujeres y hombres.[7] Pues el discurso del honor recuerda que el amor, expulsado de la política de los hombres, se ha refugiado en el entre-mujeres; ya que, sin amor, no es posible ni la vida ni la convivencia humana. Por eso, en la sociedades mediterráneas medievales, se entendía que las mujeres carecían intrínsecamente de honor, sin bien eran depositarias del honor de los hombres de su familia. De manera que lo que ocurriera con el cuerpo de ellas desde la pubertad repercutía inmediatamente en el prestigio social de los hombres con ellas relacionados. Las mujeres, en cambio, tenían que tener vergüenza, porque la vergüenza inhibe la apertura a lo otro que el cuerpo femenino –un cuerpo dotado con la capacidad de ser dos-[8] señala. En las sociedades de las dos orillas del Mediterráneo medieval, el discurso del honor era, en realidad, la parte más visible de una estructura política profunda y velada, una estructura muy delicada de tratar históricamente, que es la que regula o pretende regular la sexualidad y la procreación humana. Esta estructura sin nombre, ignorada por la historia social del siglo XX, se articulaba en torno a lo que la politóloga de nuestro tiempo Carole Pateman ha llamado el contrato sexual:[9] un pacto, previo al contrato social, consistente en el reparto entre hombres heterosexuales del acceso al cuerpo femenino fértil. El hombre honorable debía reinstaurar este pacto generación tras generación, y mantenerlo vigente, ya fuera por la persuasión o por la fuerza, a lo largo de su vida adulta.

En las comunidades árabes y beréberes del Mediterráneo, así como en al-Ándalus, el contrato sexual derivó en un sistema de parentesco fundado en la primacía de los linajes agnaticios y patrilineales. Estos linajes captaron y absorbieron a las mujeres que hicieron suyas, así como su herencia: el ejemplo más significativo fue la costumbre de considerar que el matrimonio preferente de un chico era con la hija de su tío paterno (la bint al-amm); esta chica era, por nacimiento, del mismo linaje y casi de la misma comunidad de bienes que el chico con el que contraería matrimonio.[10] En las comunidades cristianas del norte del Mediterráneo, el contrato sexual derivó en un modelo de parentesco distinto, bilateral y exogámico, en el cual el mayor rigor de las leyes del incesto contribuyó a que las mujeres se casaran fuera del grupo de parentesco de origen, exiliándose así de la casa de la madre pero llevando, en cambio, a otro sitio su cultura, sus bienes y su lengua materna, enriqueciéndolo y entablando relaciones políticas con gentes a veces muy lejanas.[11]

De la vigencia del contrato sexual en las sociedades mediterráneas medievales y de la expulsión del amor de la política de los hombres da testimonio también la difícil relación que se observa entre el cuerpo de las mujeres y los espacios sociales definidos como públicos. En las comunidades islámicas, las mujeres de condición jurídica libre tuvieron que cubrirse la cabeza y, a veces, parte del rostro y resto del cuerpo, con un velo o con algo parecido a un velo, como una toca, capa, manto o capucha. El ir cubiertas marcaba fuera de casa la división entre mujeres privadas y públicas, una división que ha sido uno de los fundamentos del patriarcado en tiempos y lugares muy distintos.[12] Las mujeres que más rigurosamente tenían que cubrirse eran las más poderosas y las pertenecientes a familias de hombres de religión. Hay autores medievales de al-Ándalus que dicen que el velo –uno de cuyos nombres era ijfa’, que significa “encubrimiento”- las mujeres libres debían vestirlo incluso como mortaja.[13] En cambio, en casa, ante el marido, los parientes prohibidos, los eunucos o los esclavos, las mujeres privilegiadas y, también, las de cualquier clase social consideradas virtuosas, no tenían la obligación de cubrirse.

Sabemos, sin embargo, que las primeras seguidoras de Mahoma no llevaban velo, porque se tomaron la libertad de no seguir esta tradición, que era preislámica. Fátima Mernissi ha mostrado que la obligación del velo fue impuesta por Mahoma durante la crisis militar que se dio en la ciudad de Medina, en Arabia, en los años 6, 7 y 8 de la hégira (la hégira coincide con el 15 de julio de 622 del calendario cristiano). Impuso esta ley porque sus seguidoras eran sexualmente agredidas por los medineses con el pretexto de que el cuerpo femenino descubierto o sin velo era definido entre los árabes preislámicos como “desnudez”. “Si el hijab [velo]” –ha escrito Fátima Mernissi- “es una respuesta a la agresión sexual, a ta’ arrud, es también su imagen especular. Refleja esa agresión al decir que el cuerpo femenino es ‘awra, literalmente “desnudez”, un cuerpo vulnerable e indefenso. Para las mujeres, el hijab, como fue definido por una Medina en situación de guerra civil, es, en realidad, un reconocimiento de la calle como un espacio en el cual la zina (la fornicación) está permitida. La expresión ta’ arrud contiene la idea de violencia, de presión, de constricción.”[14]

Ya desde antes, en el Occidente greco-romano-cristiano, se entendía que un cuerpo femenino estaba desnudo, no cuando no llevaba velo, sino cuando hablaba. Especialmente, cuando ella hablaba en público. En el caso de las sociedades cristianas del Mediterráneo, cuando hablaba en la iglesia, lugar común o asamblea cristiana en la cual la palabra femenina era percibida como “indecorosa”: “si quieren aprender algo” –escribió san Pablo en una epístola muy citada- “que en casa pregunten a sus maridos, porque no es decoroso para la mujer hablar en la iglesia”.[15]

Ocurre, sin embargo, que las mujeres no somos ni privadas ni públicas. De ahí la violencia contra nuestros cuerpos para imponer y sustentar un sistema político fundado en la antinomia público/privado, antinomia en la que se ha expresado históricamente el contrato sexual: dando lugar a un sistema político –llamado patriarcado- que ha expulsado el amor de la ciudad, de la polis.

 

Beguinas, beatas, místicas

 

Hoy, en tiempos del final del patriarcado,[16] sabemos que este sistema de poder no ha ocupado nunca la realidad entera ni, tampoco, la vida entera de una mujer, ni en Europa ni en Bizancio ni en el Islam. Por eso, no nos sorprende descubrir en la historia medieval de estas civilizaciones mujeres –con frecuencia, muchas- ocupadas libremente en su felicidad y en la felicidad de las personas que ellas amaban, ya fuera inventando y sosteniendo prácticas de relación, ahondando en el estudio y en el disfrute de su vida espiritual, o descubriendo otras mediaciones.

Los siglos XIII, XIV y XV fueron, en Europa, siglos de esplendor de las beguinas. Las beguinas eran mujeres que ni se casaron ni se hicieron monjas ni canonesas, porque desearon dedicar su vida  a la espiritualidad amorosa en el mundo, entre la gente; y hacerlo libres tanto de un marido como del sometimiento a una regla religiosa o al rezo en común de las horas canónicas.[17] Las beguinas –que en la Corona de Castilla fueron llamadas “beatas”, que significa “felices”, “bienaventuradas”- fueron muy numerosas en toda Europa, formando un verdadero movimiento de mujeres. Ellas inventaron una forma de vida femenina en la relación no instrumental entre mujeres, forma de vida que perduraría hasta el siglo XX. Pertenecieron a todas las clases sociales y vivieron sobre todo en las ciudades, solas, en relaciones duales o en pequeños grupos, manteniéndose de su trabajo en la enseñanza, en la industria, en la sanidad u otras tareas asistenciales, o pidiendo limosna en las calles por el amor de Dios. Trabajaron lo necesario para vivir, con el fin de tener tiempo que dedicar a su espiritualidad.

Una beguina o beata famosa fue María García de Toledo. Era una noble, hija de Constanza (hermana del arzobispo de Toledo) y de Diego García de Toledo. A los doce años, ingresó en el convento de benedictinas de San Pedro de las Dueñas de esa ciudad, del que saldría tras unos años de estudio. Después de rechazar el abadiazgo de Santa Clara de Tordesillas, se dedicó, con su aya doña Mayor Gómez, a vivir como pordiosera en Toledo. Pasaron luego las dos, con otras mujeres, a la villa de Talavera, cuyo dominio tenía entonces el padre de María. De ahí, al pago de La Sisla, donde se dedicaron a la experiencia eremita. Más tarde, al beaterio de doña María de Soria, en Toledo. A los treinta y dos años, con la herencia de su madre, María García de Toledo fundó en esta ciudad, en la parroquia de San Lorenzo, un beaterio –llamado popularmente casa de las beatas de doña Marigarcía-, que dirigiría durante más de medio siglo, hasta su muerte en 1426, cuando tenía más de ochenta años.[18]

Algunas beguinas llevaron su experimentación espiritual a formas extremas. Las más llamativas fueron las reclusas o muradas. Eran mujeres que, generalmente –aunque no siempre- algo mayores, con frecuencia después de una crisis espiritual, decidieron emparedarse en una celda en la muralla de una ciudad o de una iglesia importante, o en un puente. Lo hacían con un ceremonial público que incluía una procesión y un ritual de entierro presidido por el color negro. Situaron sus celdas en lugares liminares y frecuentados, ya que desde la ventana que tenían abierta al exterior ellas proyectaban, irradiándolo con su inspiración espiritual, un contexto relacional[19] al que la gente acudía en busca de consejo, de respuestas, de diálogo y de consuelo gratis et amore, es decir, por gracia y por amor. La vida murada fue, en realidad, una invención genial para ser mujeres inviolables e intocables estando siempre disponibles, desplazando de este modo el poder de la dicotomía público / privado, una dicotomía derivada del contrato sexual, que se ajusta muy mal a la experiencia humana femenina.

Las mujeres medievales contribuyeron a la supervivencia de las muradas. Leonor López de Córdoba, por ejemplo, dejó en su testamento, otorgado en Córdoba en 1428, diez maravedís a cada una de las emparedadas de Córdoba y de Santa María de las Huertas, con el ruego de que cada una de ellas rezara los salmos de la penitencia el día de su entierro o tan pronto como pudiera.[20] Mucho después, en el siglo XIX, la genia de la poesía que fue Emily Dickinson contribuyó a su inmortalidad con el poema Immured in Heaven![21]

Puesto que las beguinas se especializaron en la vida de su espíritu, tuvieron una familiaridad especial con eso que se suele llamar Dios, indicando la letra mayúscula la disparidad entre ambas partes.[22] Algunas inventaron, llevándola a su esplendor en el siglo XIII, una expresión teológica nueva, que Luisa Muraro ha llamado teología en lengua materna:[23] lengua materna y no lengua vernácula,[24] ya que no tiene que ver con los esclavos sino con la madre, mediadora de la capacidad de hablar.[25] Las autoras de teología en lengua materna fueron beguinas místicas que lograron tensar su lengua hasta llevarla a expresar su experiencia femenina singular de lo divino. Lo hicieron cuando a nadie se la había ocurrido en Europa escribir de Dios en una lengua que no fuera la latina: una lengua que llevaba siglos –desde el VII- siendo una lengua muerta. Esta fue su manera de reconocerle autoridad a la madre y al orden simbólico que ella enseña, dejando de reconocérsela a la Iglesia y a su jerarquía, presidida por Dios padre. La gran invención de la mística beguina fue, pues, su saber poner en relación a Dios con la palabra viva, con la criatura humana viviente, con su experiencia de contacto con la trascendencia en este mundo.

 

Axis mundi en el harén

 

Por otra parte, en las comunidades islámicas del sur del Mediterráneo y en al-Ándalus (reducido al Reino nazarí de Granada a partir de mediados del siglo XIII), la mayoría de las mujeres contrajeron matrimonio, ya que en las sociedades islámicas en general hay una elevada demanda de mujeres, consecuencia de la poliginia y del sistema de repudio. Durante su tiempo de casadas, las mujeres vivían en la parte de la casa llamada “prohibida”, el harim o harén, al que tenían acceso el marido, los eunucos y los hombres con los que la o las esposas que lo habitaban tenían prohibido casarse. El harén era un espacio político complejísimo y económicamente rentable, en el que las mujeres no estaban ni ociosas ni encerradas, no obstante la tendencia occidental al delirio en torno a las odaliscas. Ellas se ocupaban de las prácticas de creación y recreación de la vida y la convivencia humana;[26] es decir, creaban y sostenían la vida humana y la social en su fundamento o eje del mundo. Para hacerlo, establecían entre ellas prácticas y redes de relación consistentes, por ejemplo, en grupos de conversación en los que manejaban con la palabra los hilos finísimos del destino singular de las mujeres y hombres de su entorno, o en grupos de costura, una industria doméstica importante entonces.

Las prácticas de creación y recreación de la vida y la convivencia humana consisten en la obra materna (que son los cuerpos –cuerpos humanos, es decir, que han aprendido de la madre la lengua, que es el orden simbólico- y las relaciones primarias) y en todas las habilidades y costumbres relacionadas con la cultura del nacimiento, la cultura de la muerte, el cuidado de los seres humanos no autónomos del grupo, el procesado y distribución de los alimentos, la socialización de las criaturas, las prácticas y hábitos de higiene, el descanso y cobijo, y las técnicas relacionadas con todas estas tareas.

En el mundo islámico medieval, está documentada la actividad regular de médicas, que podían tener estudios oficiales o ser empíricas, es decir, conocedoras por experiencia de la tradición oral médica y farmacológica, muy rica en esa cultura; también, de comadronas, especializadas a un tiempo en la obstetricia, en el cuidado de la sexualidad femenina y en la realización de las decisiones sobre la vida o la no vida; también, de mujeres que se ocupaban profesionalmente del adorno del cuerpo de otras mujeres: pues el adorno del cuerpo es, en primer lugar, un lenguaje que entabla diálogo entre una hija y su madre;[27] asimismo, de responsables de los baños femeninos, de plañideras, de prestamistas de joyas, de maestras con licencia oficial para enseñar, de cantoras, bailarinas, músicas…

Desde el harén, las mujeres participaron en las actividades económicas, tanto en la producción de bienes como en su distribución y consumo; y tanto en el intercambio económico medido con dinero como en el trueque. Del harén, ellas salían regularmente y con frecuencia para acudir a los espacios femeninos de encuentro, por ejemplo a los baños y a los cementerios.

El harén es, en realidad, fuera cual fuera la intención con la que fue creado, una instancia más de historia y vida femenina que, al estar –cuando lo está, y tiene que estarlo para que haya vida- en la mediación amorosa, desborda, enmudeciéndolas, las interpretaciones orientadas por la dicotomía público / privado, dicotomía sustentada, a su vez, por el contrato sexual.

La mediación de la palabra: escritoras en las dos orillas del mar

 

Las mujeres tenemos una relación especial con la lengua, ya que es cada madre –o quien, en ciertos casos, ocupe su lugar- la que enseña a hablar a cada niña o niño que trae al mundo. Es decir, hemos sido, a lo largo de la historia, las depositarias privilegiadas de la lengua materna, la lengua que nos humaniza y hace mundo. En el Mediterráneo medieval –un ámbito muy rico en lenguas- se observa, en el Islam, una gran fecundidad poética y caligráfica entre las mujeres; en Bizancio, por su parte, la princesa Ana Comnena completó en 1148 una obra en quince tomos, titulada La Alexiada,[28] sobre el reinado de su padre, el emperador Alejo I, redactada mientras, viuda, vivía con su madre Irene Ducas en el entre-mujeres de un convento: La Alexiada es considerada la obra de historia más importante de la Edad Media; en Europa, entre los siglos XIII y XV, llama la atención la existencia de una práctica política fundada en la palabra, que llamamos la Querella de las Mujeres.

La Querella de las Mujeres fue una práctica política que nació en Europa en el siglo XIV y perduró hasta la Revolución francesa. Consistió en un enorme esfuerzo de hombres y mujeres cultas para poner en palabras las relaciones de los sexos y entre los sexos nacidas de la crisis del feudalismo. Decenas de tratados sobre esta delicada cuestión fueron escritos en las lenguas maternas de la orilla norte del Mediterráneo a partir el siglo XIV. En castellano, el primer tratado conocido interviniendo en la Querella para defender el talento de las mujeres para escribir y hacer ciencia, fue la Admiración de las obras de Dios, de Teresa de Cartagena, una intelectual y mística del siglo XV nieta de un rabino mayor de Burgos.[29]

En al-Ándalus medieval, mujeres tanto nobles, profesionales como esclavas escribieron una     poesía exquisita. La princesa del siglo XI Wallada Bint al-Mustakfi, por ejemplo, hija del califa de Córdoba Muhammad II, llevaba escrito en el hombro izquierdo este verso suyo:

 

Estoy hecha, por Dios, para la gloria,

         y camino, orgullosa, por mi propio camino.[30]

 

De origen no privilegiado, la granadina Nazhun Bint al-Qala’i fue muy famosa en su época. Suyos son, entre otros estos versos:

 

Las perlas de la noche ¡qué preciosicas son!

         y aún más hermosas la noche del domingo.[31]

 

La presencia en la corte de Sevilla hacia principios del siglo XI de la esclava Qamar, procedente de Bagdad, influiría en el refinamiento literario que alcanzaría esa ciudad andalusí. Escribió, por ejemplo:

 

¡Ay! Lloro por Bagdad y por Iraq,

         por sus mujeres cual gacelas,

         por el hechizo de sus ojos,

         por sus paseos junto al Éufrates,

         con rostros semejantes a la luna sobre los collares,

         bellas que, en una vida de delicias,

         se contonean, lánguidas,

         igual que si sintiesen una pasión sin esperanza.

         ¡Ay, el alma daría por mi tierra!

Todas las cualidades que refulgen

de su esplendor proceden.[32]

 

Muy famosa en la Granada del siglo XII, preceptora de las princesas almohades y apodada la maestra (ustada) de su tiempo, fue Hafsa Bint al-Hayy ar-Rakuniyya. Una aristócrata de Granada le pidió un autógrafo, escribiéndole la poetisa este poema a mano:

 

Dama de la hermosura y la nobleza,

         cierra los párpados, benévola,

         ante las líneas que trazó mi cálamo,

         y míralas con ojos de cariño,

         sin prestar atención a los defectos

         del contenido y de la letra.[33]

 

De la pericia caligráfica –una habilidad complejísima en lengua árabe- de algunas mujeres, nos informa la profesión de katiba. Katiba significa secretaria de cancillería y escribana: fueron mujeres, a menudo –aunque no siempre- de condición jurídica esclava (pero mujeres, obviamente), encargadas de la correspondencia oficial; están documentadas once, activas en el palacio omeya de Córdoba.[34]

 

Conclusión

 

En conclusión, puede decirse que las mujeres del Mediterráneo medieval compartieron un estar en el mundo fundado en la práctica de la relación. Esta práctica, que es una práctica política, se desliza con continuidad entre lo privado y lo público, así como entre las distintas comunidades de hablantes. Está orientada por la autoridad femenina, y no por el poder y la guerra. Configura una trama de amor y de palabra; una trama no exenta de conflicto, ciertamente, pero conflicto relacional, es decir, conflicto que tiene en cuenta lo otro, frente a la guerra, que lo destruye. Por eso, la práctica de la relación sustenta la civilización.

 

 

[1]          La autoridad es distinta del poder, porque es un más que se reconoce libremente, no se ejerce por la fuerza. Así lo ha mostrado para la política y la filosofía del siglo XX, el colectivo Librería de mujeres de Milán, No creas tener derechos, trad. de M. Cinta Montagut Sancho con Anna Bofill, Madrid, horas y HORAS, 1991.

[2]          Un estudio muy bello y erudito es: Paola Bono y M. Vittoria Tessitore, Il mito di Didone. Avventure di una regina tra secoli e culture, Milán, Bruno Mondadori, 1998.

[3]          Elisa, que significa “diosa”, era su nombre propio fenicio, que cambiaría por el de Dido al fundar Cartago.

[4]          La fecha (discutida) en Paola Bono y M. Vittoria Tessitore, Il mito di Didone, 96-97.

[5]          Christopher Baswell, Men in the “Roman d’Eneas”. The Construction of Empire, en Clare E. Lees, ed., Medieval Masculinities. Regarding Men in the Middle Ages, Minneapolis y Londres, University of Minnesota Press, 1994, 149-168; p. 161.

[6]          Lia Cigarini, La política del deseo. La diferencia femenina se hace historia, trad. de María-Milagros Rivera Garretas, Barcelona, Icaria, 1996, 215-219. Ead., Libertad femenina y norma, “Duoda. Revista de Estudios Feministas” 8 (1995) 85-107.

[7]          Un clásico de la antropología social sobre este delicado asunto fue J. G. Peristiany, ed., El concepto del honor en la sociedad mediterránea, trad. de J. M. García de la Mora, Barcelona, Labor, 1968. Véase también, Marta Madero, Manos violentas, palabras vedadas. La injuria en Castilla y León (siglos XIII-XV), Madrid, Taurus, 1992.

[8]          He tocado esta cuestión en El cuerpo indispensable. Significados del cuerpo de mujer, Madrid, horas y HORAS, 1996.

[9]          Carole Pateman, El contrato sexual, trad. de María Luisa Femenías con María-Xosé Agra Romero, Barcelona, Anthropos, 1995.

[10]         Pierre Guichard, Al-Andalus. Estructura antropológica de una sociedad islámica en Occidente, Barcelona, Seix Barral, 1976.

[11]         He interpretado este viaje en Mujeres en relación. Feminismo 1970-2000, Barcelona, Icaria, 2001, 55-70.

[12]         Esta tesis es de Gerda Lerner, La creación del patriarcado, trad. de Mònica Tussell, Barcelona, Crítica, 1990,  cap. 6.

[13]         Manuela Marín, Mujeres en al-Ándalus, Madrid, CSIC, 2000, 186-198.

[14]         Fatima Mernissi, Women and Islam. A Historical and Theological Enquiry, Londres, Basil Blackwell, 1991, 182-183.

[15]         I Corintios 14.

[16]         Librería de mujeres de Milán, El final del patriarcado. Ha ocurrido y no por casualidad, “El viejo topo” 96 (mayo 1996) 46-59, y Barcelona, Llibreria Pròleg, 1996; (reed. en Eaed., La política de abajo arriba. Selección de “Sottosopra”, Madrid, horas y HORAS, en prensa).

[17]         Entre la ya abundante bibliografía sobre las beguinas, escojo cuatro libros: Gottfried Koch, Frauenfrage und Ketzertum im Mittelalters, Berlín, Akademie Verlag, 1965; Ángela Muñoz Fernández, Beatas y místicas neocastellanas. Ambivalencias de la religión y políticas correctoras del poder, Madrid, Comunidad de Madrid, 1995; Victoria Cirlot y Blanca Garí, La mirada interior. Escritoras místicas y visionarias en la Edad Media, Barcelona, Martínez Roca, 1999; y Elena Botinas Montero, M. Àngels Duran Vinyeta y Julia Cabaleiro Manzanedo, Les beguines. Raó il.luminada per Amor, Barcelona, Abadia de Montserrat, 2002.

[18]         María-Milagros Rivera Garretas, La libertad femenina en las instituciones religiosas medievales, “Anuario de Estudios Medievales” 28 (1998) 553-565.

[19]         Esta categoría historiográfica en Marirì Martinengo, Claudia Poggi, Marina Santini, Luciana Tavernini y Laura Minguzzi, Libres para ser. Mujeres creadoras de cultura en la Europa medieval, trad. de Carolina Ballester Meseguer, Madrid, Narcea, 2000.

[20]         Madrid, Real Academia de la Historia, Col. Salazar y Castro, Ms. M-53, fol. 115v.

[21]         Immured in Heaven! / What a Cell! / Let every Bondage be, / Thou the sweetest of the Universe, / Like that which ravished Thee! (The Poems of Emily Dickinson, ed. de R. W. Franklin, Cambridge, Mass. y Londres, Belknap Press of Harvard U.P., 1998, nº 1628); es de 1883. [¡Murada en el Cielo! / ¡Qué Celda! / Que todo Cautiverio sea, / Tú la más dulce del Universo / ¡Como el que te raptó a Ti! (trad. de Ana Mañeru Méndez)].

[22]         Luisa Muraro, Il Dio delle donne, Milán, Mondadori, 2003, 16.

[23]         Luisa Muraro, Lingua materna scienza divina. Scritti sulla filosofia mistica di Margherita Porete, Nápoles, M. D’Auria, 1995; Ead., Le amiche di Dio. Scritti di mistica femminile, ed. de Clara Jourdan, Nápoles, M. D’Auria, 2001.

[24]         En latín, vernaculus significa “propio de esclavos nacidos en casa”. Hablar de lengua vernácula es una de las mil maneras de no nombrar a la madre.

[25]         Sobre la madre mediadora de la capacidad de hablar, Luisa Muraro, El orden simbólico de la madre, trad. de B. Albertini, M. Bofill y M.-M. Rivera, Madrid, horas y HORAS, 1994.

[26]         Esta categoría historiográfica en Marta Beltran Tarrés, Carmen Caballero Navas, Montserrat Cabré i Pairet, María-Milagros Rivera Garretas y Ana Vargas Martínez, De dos en dos. Las prácticas de creación y recreación de la vida y la convivencia humana, Madrid, horas y HORAS, 2000.

[27]         Esta idea en mi Nombrar el mundo en femenino. Pensamiento de las mujeres y teoría feminista, Barcelona, Icaria, 1994, 213-215.

[28]         Véase Montserrat Cabré i Pairet, La ciencia de las mujeres en la Edad Media, en Cristina Segura Graíño, ed., La voz del silencio, II: Historia de las mujeres: compromiso y método, Madrid, Al-Mudayna, 1993, 41-74; p. 63-65.

[29]         María-Milagros Rivera Garretas, La diferencia sexual en la historia de la Querella de las Mujeres, en VV. AA., The Querelle des Femmes in the Romania. Studies in Honour of Friederike Hassauer, Viena, Turia + Kant, 2003, 13-26. Ead., Prosistas del Humanismo y del Renacimiento (1400-1550), en Iris M. Zavala, ed., Breve historia feminista de la literatura española (en lengua castellana), IV: La literatura escrita por mujer. Desde la Edad Media hasta el siglo XVIII, Barcelona, Anthropos, 1997, 83-129.

[30]         Teresa Garulo, Diwan de las poetisas de Al-Andalus, Madrid, Hiperión, 1986, 143.

[31]         Ibid., 118.

[32]         Ibid., 120.

[33]         Ibid., 74.

[34]         Manuela Marín, Mujeres en Al-Ándalus, 308-309. Aunque algunas prefirieron la ciencia. Así lo explica el único poema conocido de una autora del Reino nazarí de Granada, Umm al-Hasan Bint Abi Ya’far at-Tanyali de Málaga (siglo XIV): La buena letra no es útil para la ciencia: / es sólo un adorno del papel; / el estudio es mi meta y no aspiro a nada más, / pues la ciencia permite a quien es joven elevarse sobre la gente (María Jesús Rubiera Mata, ed., Poesía femenina hispanoárabe, Madrid, Castalia, 1989, 163). Sobre científicas y mujeres sabias, Manuela Marín, Mujeres en Al-Ándalus, 630-656.